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sexta-feira, 18 de novembro de 2011

La Reencarnación como proceso educativo

Por Ricardo Malta

Clique aqui para a versão em português.

La reencarnación, al contrario de lo que vulgarmente se  propaga, no es un proceso punitivo. Es, en verdad, un sistema educativo de  evolución espiritual, regulado por Leyes que fueron instituidas por Dios. por tanto, el Espíritu no retorna al cuerpo físico con la intención de  sufrir puniciones, su regreso a la vestimenta carnal forma parte  de la pedagogía divina.

 La propia expiación,  que el  laico confunde con punición, es en realidad el resultado de la Ley de Causa y Efecto. Para mejor entender esa dinámica, debemos servirnos de una analogía: supongamos que un adolescente, en virtud  de su desidia  en los estudios (causa), se ve obligado a repetir  el año escolar (efecto). ¿En este caso, podemos decir que el colegio  estará aplicando una punición al alumno?  No. Mientras el estudiante no atiende  a las metas establecidas por la enseñanza de la institución, el jamás podrá progresar para un curso superior. No se trata de una punición, más si forma parte del proceso pedagógico. En esta situación específica, solo podemos  culpar al alumno por su fracaso.

De manera semejante, guardadas sus debidas proporciones, ocurre con las expiaciones. Dios no castiga, El instituyo Leyes que regulan el universo, cabiendo al transgresor cargar con la responsabilidad de sus acciones.

Aun, debemos resaltar que reencarnación no es sinónimo de expiación. Aun mismo habiendo faltas a ser reparadas, el Espiritu podrá retornar añ educandario terrestre  con la intención de adquirir nuevos conocimientos en el campo intelecto moral o, tratándose de Espíritus en la escuela, con el fin especifico de desempeñar tareas que lo auxilien  a desenvolver la evolución de la humanidad. Por tanto. Más allá de la expiación, podemos establecer que la reencarnación tiene por objetivo el mejoramiento progresivo de la Humanidad. (L.E, q.167)

Con todo, aun mismo no siendo condición  para el proceso de reencarnación, la expiación constituye un factor casi que unanimidad entre los Espíritus encarnados, eso se explica por la baja condición evolutiva de los habitantes del orbe terrestre. De esta forma, habiendo transgresiones de la legislación divina,  de acuerdo con el maestro nazareno, de ninguna manera saldrás de allí [del orbe terrestre] mientras no pagases  el ultimo centimp (Mateo 5:26), o sea, el infractor deberá retornar a la esfera carnal hasta que restablezca el equilibrio natural de las cosas, esto es, hasta que  repare sus errores del ayer.

La doctrina de la reencarnación no es peculiar de nuestro tiempo, se trata de una enseñanza milenaria, de los filósofos, de las más diversas culturas y tradiciones. No forma parte de un dogma religioso, más si de una Ley natural. Se revela como la forma más pura, lógica y coherente  de las verdades espirituales. Infelizmente, debido a la influencia de un sistema religioso medieval,  común a las sectas dogmaticas occidentales, el creyente sencillo no consigue desasociarse  de la idea teológica  de una existencia subordinada a la salvación gratuita. Son, por señal,  esos mismos grupos que, dogmatizados y fanatizados por la teología de los castigos divinos y de las penas eternas, buscan infiltrar, por ignorancia o mala fe, la falsa idea de que  la reencarnación es un proceso de punición.

 En lo tocante a la ultrapasada concepción del Cielo y el Infierno, anota Gabriel Delanne:

Las antiguas concepciones del Cielo y del Infierno caducaron, porque  no se comprende la eternidad del sufrimiento como punición de una existencia que, en relación a la inmensidad del tiempo, es menos que un segundo, así, como se concibe la felicidad ociosa y beata, cuya monotonía seria un verdadero suplicio.

¡Eso si es una punición! ¿Como el error cometido durante una existencia efímera podrá acarrear la desproporcionalidad de una penalidad eterna? Es ilógico. Hasta aun mismo el mismo supuesto Cielo que, según la teología eclesiástica, debería ser un lugar de alegría, se torna  un suplicio de ociosidad. ¡La sana  razón nos dice que la vida del Espíritu es el trabajo y el progreso incesante!

¿Cuál es la filosofía espiritualista o religión  que consigue explicar racionalmente, por la teología de la existencia única, por ejemplo, las desigualdades sociales, las desigualdades de aptitudes, la existencia de niños que ya nacen con deficiencias físicas y mentales , el motivo del dolor y del sufrimiento, la muerte de un recién nacido  o criaturas de tierna edad, etc.? Ninguna de ellas es capaz de responder esas y otras  complejidades de la vida humana. ¡Solo existe justicia divina  con la reencarnación!

A respecto de la moral Palingenésica, elucida, con razón, el  metapsíquico Gustavo Geley:

Si, en el transcurso de su evolución, en la serie de sus vidas sucesivas, el ser es el producto de sus propias acciones y reacciones, se sigue que su inteligencia, su carácter, sus facultades, sus buenos o malos instintos son obra suya y cuyas consecuencias  habrá de sufrir, infaliblemente.

Todos sus actos, trabajos, esfuerzos, angustias, alegrías y sufrimientos, errores y culpas tienen repercusión fatal  y reacción inevitable, en una u otra de sus existencias.

Siendo así, no hay necesidad de cualquier juzgamiento divino, ni de sanciones sobrenaturales.


Muy lejos de ser una punición, es la doctrina de las vidas sucesivas una prueba de misericordia, de justicia y de la bondad divina. Las posibilidades se amplían en el infinito, no existen desheredados o abandonados a las penas eternas, todo efecto tiene una causa de origen actual o remoto. Esa es la síntesis de la pedagogía divina.

segunda-feira, 14 de novembro de 2011

Reencarnação como processo educativo

Por Ricardo Malta

A reencarnação, ao contrário do que vulgarmente se propaga, não é um processo punitivo. È, em verdade, um sistema educativo de evolução espiritual, regulado por Leis que foram instituídas por Deus. Portanto, o Espírito não retorna ao corpo físico no intuito de sofrer punições, a sua volta à vestimenta carnal faz parte da pedagogia divina.

A própria expiação, que o leigo confunde com punição, é na realidade o resultado da Lei de Causa e Efeito. Para melhor entender essa dinâmica, devemos nos utilizar de uma analogia: suponhamos que um adolescente, em virtude de sua desídia nos estudos (causa), se vê obrigado a repetir o ano escolar (efeito). Neste caso, podemos dizer que o colégio estará aplicando uma punição ao aluno? Não. Enquanto o estudante não atingir as metas estabelecidas pela instituição de ensino, ele jamais poderá progredir para o período ulterior. Não se trata de uma punição, mas faz parte de um processo pedagógico. Nesta situação especifica, só podemos culpar o próprio aluno pelo seu fracasso.

De modo semelhante, guardadas suas devidas proporções, ocorrem com as expiações. Deus não pune, Ele institui Leis que regulam o universo, cabendo ao transgressor arcar com a responsabilidade de suas ações.

Todavia, devemos ressaltar que reencarnação não é sinônimo de expiação. Mesmo não havendo faltas a serem reparadas, o Espírito poderá retornar ao educandário terrestre no intuito de auferir novos conhecimentos no campo intelecto-moral ou, em se tratando de Espíritos de escol, com o fim especifico de desempenhar tarefas que auxiliem no desenvolvimento evolutivo da humanidade. Portanto, além da expiação, podemos estabelecer que a reencarnação tem por objetivo o melhoramento progressivo da Humanidade. (L.E, q.167)

Contudo, mesmo não sendo conditio sine qua non para o processo de reencarnação, a expiação constitui um fator quase que unanimidade entre os Espíritos encarnados, isso se explica pela baixa condição evolutiva dos habitantes do orbe terrestre. Desta forma, havendo transgressões da legislação divina, de acordo com o mestre nazareno, de maneira nenhuma sairás dali [do orbe terrestre] enquanto não pagares o último ceitil (Mateus 5:26), ou seja, o infrator deverá retornar à esfera carnal até que restabeleça o equilíbrio natural das coisas, isto é, até que repare os seu erros de outrora.

A doutrina da reencarnação não é peculiar ao nosso tempo, trata-se de um ensinamento milenar, dos filósofos, das mais diversas culturas e tradições. Não faz parte de um dogma religioso, mas de uma Lei natural. Revela-se como a forma mais pura, lógica e coerente das verdades espirituais. Infelizmente, devido a influência de um sistema religioso medieval, comum as seitas dogmáticas ocidentais, o crente simplista não consegue se desassociar da idéia teológica da existência una subordinada ao salvacionismo gratuito. São, por sinal, esses mesmos grupos que, dogmatizados e fanatizados pela teologia dos castigos divinos e das penas eternas, buscam infiltrar, por ignorância ou má-fé, a falsa idéia de que a reencarnação é um processo de punição.

No que tange a ultrapassada concepção de Céu e Inferno, assinala Gabriel Delanne:

As antigas concepções do Céu e do Inferno caducaram, porque não mais se compreende a eternidade do sofrimento como punição de uma existência, que, em relação à imensidade do tempo, é menos de um segundo, assim como não se concebe a felicidade ociosa e beata, cuja monotonia seria um verdadeiro suplício.

Isso sim é punição! Como o erro cometido durante uma existência efêmera poderá acarretar a desproporcionalidade de uma penalidade eterna? Ilógico. Até mesmo o suposto Céu que, segundo a teologia igrejeira, deveria ser um lugar de alegria, torna-se um suplicio de ociosidade. A sã razão nos diz que a vida do Espírito é trabalho e progresso incessante!

Qual a filosofia espiritualista ou religião que consegue explicar racionalmente, pela teologia da existência única, por exemplo, as desigualdades sociais, as desigualdades de aptidões, a existência de crianças que já nascem com deficiências físicas e mentais, o motivo da dor e do sofrimento, a morte de um nascituro ou de criança de tenra idade, etc.? Nenhuma delas é capaz de responder essas e outras complexidades da vida humana. Só existe justiça divina com a reencarnação!

A respeito da moral Paligenésica, elucida, com razão, o metapsiquista Gustave Geley:

Se, no decurso da sua evolução, na série das suas vidas sucessivas, o ser é o produto de suas próprias ações e reações, segue-se que a sua inteligência, o seu caráter, as suas faculdades, os seus bons ou maus instintos são obra sua e cujas conseqüências terá de sofrer, infalivelmente.

Todos os seus atos, trabalhos, esforços, angústias, alegrias e sofrimentos, erros e culpas têm repercussão fatal e reação inevitável, numa ou noutra de suas existências.

Assim, não há qualquer necessidade de julgamento divino, nem de sanções sobrenaturais.


Muito longe de ser uma punição, é a doutrina das vidas sucessivas uma prova da misericórdia, da justiça e da bondade divina. As possibilidades se ampliam ao infinito, não existem deserdados ou abandonados às penas eternas, todos nós estamos subordinados ao determinismo do progresso, nada é por acaso, todo efeito tem uma causa de origem atual ou remota. Essa é a síntese da pedagogia divina.

domingo, 21 de fevereiro de 2010

As Vidas Sucessivas

Por Léon Denis

Dissemos que, para esclarecer o seu futuro, o homem devia antes de tudo aprender a conhecer-se. Para se caminhar com segurança, é necessário saber aonde se vai. É conformando seus atos com as leis superiores que o homem trabalhará eficazmente pelo seu próprio melhoramento e pelo da sociedade. O que precisamos é discernir essas leis, determinar os deveres que lhes são inerentes, prever as conseqüências das nossas ações.

Quando se compenetrar da grandeza da sua missão, o ser humano saberá desprender-se melhor daquilo que o rebaixa e abate; saberá governar-se criteriosamente, preparar pelos seus esforços a união fecunda dos homens numa grande família de irmãos.

Mas, quão longe estamos desse estado de coisas!

Ainda que a Humanidade avance na via do progresso, pode-se entretanto dizer que a imensa maioria de seus membros caminha através da vida como no meio duma noite escura, ignorando-se a si mesma, nada sabendo do fim real da existência.

Trevas espessas velam a razão humana. Os pálidos e enfraquecidos raios da verdade que lhe chegam, são impotentes para esclarecer as vias sinuosas percorridas pelas inumeráveis legiões que estão em caminho, e não conseguem fazer resplandecer a seus olhos o alvo ideal e longínquo.

Ignorante dos seus destinos, vacilando sem cessar entre o prejuízo e o erro, o homem maldiz às vezes a vida. Curvado ao seu fardo, inculpa os seus semelhantes das provações que suporta e que são quase sempre ocasionadas pela sua imprevidência. Revoltado contra Deus, a quem acusa de injustiça, ele chega algumas vezes, na sua loucura e no seu desespero, a desertar do combate salutar, da única luta que pode fortificar sua alma, esclarecer seu julgamento, prepará-lo para trabalhos de ordem mais elevada. Por que o homem desce, fraco e desarmado, à grande arena onde se entrega sem repouso, sem descanso, à eterna e gigantesca batalha? É porque a Terra é um degrau inferior na escala dos mundos. Nela residem apenas espíritos principiantes, isto é, almas nas quais a razão começa a despontar. A matéria reina soberanamente sobre o mundo. Curva-nos ao seu jugo, limita nossas faculdades, refreia nossos impulsos para o bem, nossas aspirações para o ideal.

Assim, para discernir o porquê da vida, para perceber a lei suprema que rege as almas e os mundos, é necessário saber libertar-se das influências grosseiras, desligar-se das preocupações de ordem material, de todas as coisas passageiras e mutáveis que encobrem nosso espírito, obscurecem nossas apreciações. É elevando-nos, pelo pensamento, acima dos horizontes da vida, fazendo abstração do tempo e do espaço, pairando de alguma sorte acima das minúcias da existência, que entreveremos a verdade.

Por um esforço da vontade, abandonemos por um instante a Terra, elevemo-nos a essas alturas extraordinárias. Então se desenrolará para nós o imenso panorama das idades inumeráveis e dos espaços ilimitados. Assim como o soldado, perdido no meio da peleja, só vê confusão ao seu redor, enquanto que o general, cujo olhar abrange todas as peripécias da batalha, calcula e prevê os resultados; assim como o viajante extraviado nos desfiladeiros pode, ao subir a montanha, vê-los formar um conjunto grandioso, assim também a alma humana, das alturas elevadas em que paira, longe dos ruídos da Terra, longe das suas misérias, descobre a harmonia universal.

A mesma coisa que lhe parecia aqui contraditória, inexplicável, injusta, então se harmoniza e o esclarece; as sinuosidades do caminho desaparecerão; tudo se une, se encadeia; ao espírito deslumbrado aparece a ordem majestosa que regula o curso das existências e a marcha do Universo.

Dessas alturas luminosas, a vida não é mais, aos nossos olhos, como o é para os da multidão, a vã procura de satisfações efêmeras, mas sim um meio de aperfeiçoamento intelectual, de elevação moral; uma escola onde se aprendem a docilidade, a paciência, o dever. E essa vida, para ter proveito, não pode ser isolada. Fora dos seus limites, antes do nascimento e depois da morte, vemos, numa espécie de penumbra, desdobrar-se multidão de existências através das quais, à custa do trabalho e do sofrimento, conquistamos gradualmente, palmo a palmo, o diminuto saber e as qualidades que possuímos, assim também conquistaremos o que nos falta: uma razão perfeita, uma ciência sem lacunas, um amor infinito por tudo o que vive.

A imortalidade, semelhante a uma cadeia sem-fim, desenrola-se para cada um de nós na imensidade dos tempos. Cada existência liga-se, pela frente e por detrás, a vidas distintas e diferentes, porém solidárias umas das outras. O futuro é a conseqüência do passado. Gradualmente o ser se eleva e engrandece. Artista dos seus próprios destinos, o espírito humano, livre e responsável, escolhe sua estrada e, se esta é má, as pedras e os espinhos que o ferem produzirão o desenvolvimento da sua experiência, fortificarão a razão que vai despontando.

Fonte: Léon Denis - O porquê da vida

quinta-feira, 4 de fevereiro de 2010

Sempre diante dela - a morte

Por Adésio Alves Machado

Em verdade não temos como nos afastar da presença da morte, ela caminha conosco para onde formos, implacavelmente, até que nos abrace de forma irreversível.

A morte impõe, como característica fundamental, o afastamento físico daqueles que amamos, sempre causando dor moral pungente, pertinaz e profunda nas entranhas sentimentais, emocionais, espirituais.

Estabelecer comparação com outra situação é-nos impossível, pela condição da morte ser inigualável. Os tecidos sutis da alma são atingidos duramente, sem apelação, porque ela obedece cegamente os desígnios divinos.

A morte minimiza o seu impacto quando é aguardada por um enfermidade de longo curso, mas, em chegando o Espírito ao mundo espiritual, a surpresa é invariavelmente a mesma para todos: está frente à imortalidade.

Usando toda uma metodologia imperceptível, ela costuma arrebatar dos braços dos que ficam, os seus afetos, mas, ao mesmo tempo, leva os adversários, engendrando certo tipo de aflição nem sempre bem definida.

A morte é a transferência compulsória de uma para outra vida, sem pedido de permissão aos envolvidos no processo desencarnatório.

As reações são variadas, ou seja, enquanto para uns se constitui em libertação do jugo da carne, para outros são algemas para uma consciência maculada por desmandos cometidos na vilegiatura terrestre.

A morte pode ser considerada como uma concessão divina, malgrado não seja assim compreendida pela maioria, devido à fixação do "sentenciado" às solicitações terrenais, as quais falam mais alto aos seus interesses de ordem imediata e transitória.

O túmulo é local de encontro para todas as criaturas, é lugar onde a igualdade impera; as diferenças existem apenas na maneira como são os corpos cadaverizados guardados para serem transformados em alimento dos animais vermíformes.

Revoltar-se contra a morte é atitude insensata, porque as suas conjunturas são passageiras, logo promovendo, ela mesma, o reencontro dos que se separaram, dando mostras, assim, de que não era definitiva a separação tão amargurada.

Aconselhável nos munirmos de paciência, resignação, prepararmo-nos para o reencontro com a morte e esperarmos confiantes, sabendo que os do outro lado nos aguardam também ansiosos por nos abraçarem, desejarem boas vindas e nos cobrirem de vibrações amorosas.

Dos nossos afetos houve tão somente uma antecipação do retorno ao mundo verdadeiro, o espiritual, continuando eles a viver como aqui prosseguimos nós; não os vemos, mas eles estão conosco, bem mais juntos agora do que antes, amando-nos se os amamos, odiando-nos se por eles nutrimos ódio.

A tristeza e a saudade serão sempre dissipadas pela convicção que possuímos de que os reencontraremos.

Utilizemos as nossas horas na produção do bem pensando neles, e a eles oferecendo os nossos gestos de amor e caridade, convertendo a separação em motivo para a prática do Bem em prol da felicidade de alguém ou, pelo menos, da suavização da dor alheia, tudo em nome deles, que é a melhor forma de os reverenciarmos.

Se porventura quisermos fazer mais em memória deles, coloquemos em seus lugares um dos órfãos do amor, do bem-estar material, os mais carentes, enfim, procedimento que receberá deles, naturalmente, toda benção, sendo esse gesto motivo para que eles mais de nós se acercarem.

Dirigindo as nossas atenções para o bem do próximo, a dor da saudade sofrerá grande queda, arrefecer-se-ão seus grilhões e estaremos mais libertos para a continuidade dos compromissos aqui iniciados e que precisam de conclusão.

Indubitavelmente, a maior expressão de amor é dar a vida pela vida de outras criaturas, como fez JESUS após encaminhar João para Maria na hora de Sua crucificação, e ela a ele, para que juntos, por carinho e tributo à Sua Vida, não esmorecessem na preservação de Sua mensagem.

Vamos enxugar as nossas lágrimas, meditar na nossa imortalidade, entregarmo-nos ao trabalho edificante, transformando todos os nossos instantes em esperança na felicidade porvindoura.

segunda-feira, 18 de janeiro de 2010

A preexistência e o subconsciente

Por Cairbar Schutel

A doutrina da preexistência do espírito está em íntima relação com a da sobrevivência ao corpo.

A lei das vidas sucessivas vem em apoio a esta verdade consoladora e luminosa.

A vida não começa no berço e não termina no túmulo.

É nas vidas múltiplas na Terra e em outros mundos que adquirimos, conhecimentos e vamos nos libertando da ignorância que nos prende à infância do espírito.

É no perispírito que se gravam todas as imagens fornecidas à mente pelo mundo exterior, ele é o repositório de todas as aquisições, de todos os conhecimentos adquiridos, de tudo o que aprendemos, vimos, ouvimos e sentimos através das existências que percorremos...

Está, portanto, no perispírito a sede exclusiva da subconsciência.

A aceitação da subconsciência, em determinadas condições, implica, portanto, a aceitação da preexistência e da sobrevivência espiritual, bem como a reencarnação dos espíritos.

Quer isto dizer que os materialistas e os espiritualistas que não aceitam a reencarnação, não podem invocar a teoria do subconsciente para explicar fenômenos que estão na esfera do animismo; assim não explicam, porque não aceitam a doutrina das vidas múltiplas, a razão de ser da precocidade ou os “meninos prodígios”, que tanto os maravilha.

De fato, como dar provas de conhecimentos que se não se adquiriu na Terra, se a alma começa e termina com o corpo ou se a alma, como dizem o Catolicismo e o Protestantismo foi criada com o corpo?

Como proclamar a “teoria do inconsciente” - com “aquisições anteriores” se se tem certeza que o indivíduo, com quem ou em quem se observa os fenômenos, nenhuma aquisição tem de tudo a que disse e dos altos conhecimentos que manifestou?

Um indivíduo, por exemplo, em estado de transe, de sonambulismo, fala do que não estudou, trata de assuntos altamente científicos ou filosóficos que não estão ao seu alcance em estado normal, quando não há aí interferência de um Espírito, uma outra personalidade, não há dúvida que a “teoria do subconsciente” aí é manifesta, mas sem dúvida alguma, também essa teoria não é um derivativo materialista e sim está intimamente ligada aos princípios espíritas da preexistência e vidas sucessivas.

O corpo humano nada pode; o espírito sim, quando mais ou menos livre dum organismo denso e grosseiro que constitui o seu invólucro na Terra, pode dominar esse invólucro, e ler, remontando à corrente do passado, uma a uma, as páginas da sua existência integral, cujas ações e ideias desfilam ao longo do trajeto de suas encarnações.

Fonte: livro “Os Fatos Espíritas e as Forças X” - 1926, de Cairbar Schutel
Retirado do blog "Espírita na Net"

terça-feira, 15 de dezembro de 2009

O Espiritismo perante a Razão

Por José Soares de Almeida

Para se acreditar na Doutrina Espírita poder-se-ia dispensar a série de manifestações, tais como mesas girantes e falantes, levitações, aparições de entes queridos ou amigos desencarnados, escrita psicografada e outros fenômenos, embora elas se tornem necessárias para desfazer as dúvidas de certas pessoas que, como São Tomé, precisam “ver para crer”.

A própria existência do ser humano, a maravilhosa estrutura do seu organismo, o poder ilimitado da sua mente e outros dons, bem compreendidos e analisados, bastariam, só por si, para induzir o homem a meditar sobre a continuidade da vida após a morte, baseado na certeza de que Deus nada fez de inútil e sem uma finalidade, e que a morte não é a destruição total do homem, mas, apenas, uma fase de transição na sua longa trajetória evolutiva.

Comecemos a pensar no nosso corpo físico, na maravilha que ele é, com os seus inúmeros órgãos, tecidos, músculos, nervos, glândulas, válvulas e outras partes, todas elas funcionando ritmicamente, em perfeita harmonia, cada uma delas exercendo a sua função e cumprindo a sua tarefa, algumas delas extremamente importantes e delicadas e, o mais estranho de tudo, sem ninguém as dirigindo, como se fossem uma grande orquestra que tocasse esplêndidas sinfonias durante décadas e décadas, sem intervalo e sem maestro.

Acrescente-se a tudo isso que todas essas partes do corpo são periodicamente substituídas, sem contudo perderem a harmonia e a unidade, e sem que a pessoa - o dono do corpo - tenha a mínima consciência dessa renovação orgânica, pois a sua individualidade mantém-se inalterável, do que se conclui que o ser real está na alma da pessoa e não no seu corpo material.

Além desse trabalho extraordinário e silencioso do nosso organismo, a que, geralmente, não prestamos a mínima atenção, temos várias outras faculdades que independem das funções físico-químicas do corpo, como o pensamento, o raciocínio, a vontade, a noção do bem e do mal, as emoções, o amor, o ódio e outros sentimentos que nenhum órgão físico tem a capacidade de produzir, mas que fazem parte do ser vivente. São características da natureza espiritual do homem.

Nota-se também que, não obstante todos os seres humanos apresentarem idêntica estrutura anatômica, não há dois deles com a mesma individualidade.

Essa diferença é marcada pela formação espiritual de cada um - formação essa que dá ao ser a noção da sua existência individual, a consciência do EU.

Conclui-se, portanto, que o homem é a fusão de duas naturezas: a material e a espiritual, o corpo e a alma. Quando chega a morte, o indivíduo deixa de viver neste mundo, podendo-se dizer que a morte é o limite da vida material após o que se reinicia a vida no mundo espiritual. O que se perde é o corpo carnal e não o espírito individual. Essa é uma dedução lógica e racional.

É do conhecimento geral, com exceção de alguns materialistas obstinados, que a alma sobrevive à morte física, crença essa que é não só universal, mas também tão antiga quanto o homem. O grande mistério, que a Ciência Espírita veio elucidar, estava em saber o que acontecia ao Espírito e qual o seu destino depois da desencarnação.

Uma vez admitida a sobrevivência da alma, embora em outra dimensão, em forma etérea, pergunta-se: pode ela entrar em contato com os seres vivos?

Reconhecerá ela as pessoas que lhe foram queridas durante a vida terrestre? É natural que as perguntas continuem. O fato, porém, que não se deve esquecer e que a razão impõe, é que a individualidade da pessoa não morre com o corpo físico. É como uma fruta, uma manga, por exemplo, de que se remove a casca, mas, mesmo assim, continua sendo manga, sem perder o seu sabor. O nosso corpo que morre é apenas a casca que se inutiliza, perde-se o invólucro que reveste o ser real, mas este permanece intacto.

A verdade da nossa sobrevivência é que a vida continua com as suas características individuais, embora em forma etérea, invisível e intangível, podendo-se mesmo dizer que a alma de algum ente querido esteja, neste momento, ao nosso lado, ajudando-nos nas dificuldades, protegendo-nos contra os perigos, velando por nós.

De acordo com a lógica, se a morte fosse o fim de tudo, por que Deus, em sua suprema inteligência, teria permitido a existência do ser humano, com um organismo tão complexo e maravilhoso? Será para fazer dele um simples brinquedo que, depois de quebrado, se joga fora? Isto seria contrário à sabedoria divina. O Espiritismo esclarece esse mistério. Ele nos dá uma noção mais clara e ampla do ser humano, da sua existência aquém e além da morte corporal, do Espírito que o anima e do seu destino. Pode-se dizer que o Espiritismo desvendou o segredo da tumba: ele venceu o silêncio da morte.

A Doutrina Espírita trouxe até nós os Espíritos desencarnados, mostrou-nos a realidade do mundo invisível, estabeleceu contato entre o nosso mundo e o outro além da fronteira da morte, e confirmou, mediante provas visíveis e racionais, a imortalidade da alma.

Pelo Espiritismo conhecemos a causa de certos fenômenos, normalmente inexplicáveis, sem termos de recorrer ao “misterioso” e ao “sobrenatural”, porque no Universo não há mistério, tudo tem a sua causa, sendo que os mistérios são criados pela nossa deficiente e limitada capacidade perceptiva; quanto ao “sobrenatural”, temos que nos convencer de que nada existe fora das leis da Natureza, que Deus estabeleceu eternas e imutáveis.

Existem, de fato, certos casos que ultrapassam a nossa compreensão e que, portanto, consideramos “milagrosos” ou fraudulentos, mas que à luz do Espiritismo estão dentro das possibilidades espirituais.

Há no mundo invisível Espíritos altamente evoluídos que, de quando em quando, são enviados a este mundo como líderes espirituais, homens que se distinguem pela sua santidade, para alertar a Humanidade e iluminar o caminho da redenção. Outras vezes, algum Espírito de grau elevado recebe uma missão divina e reencarna, a fim de espalhar o bem, o amor e a caridade, obrando maravilhas, ajudando os infelizes, curando os doentes.

Podemos, portanto, concluir que o que chamamos de morte é apenas um fato natural, mas que se torna inconsolável para os que não querem ver, mesmo à luz da razão, o que está além da matéria densa e grosseira que forma o nosso mundo visível. Para esses, é difícil compreender o mundo dos Espíritos, onde a vida individual continua. Sobre o assunto, Kardec explica: “ Diz-se muitas vezes ao falar da vida futura que não se sabe o que nela acontece, pois ninguém de lá volta. É um erro. São precisamente aqueles que lá se encontram que vêm nos instruir, e Deus o permite hoje mais do que em nenhuma outra época, como última advertência à incredulidade e ao materialismo”.

O que o Espiritismo ensina não está baseado em superstições nem em probabilidade, mas, em comunicações autênticas e concretas dos que habitam o outro mundo, tão verídico como o nosso, embora em outra dimensão. Esta é a realidade que se nos impõe quando examinamos os fatos à luz reveladora da razão, de uma razão livre de dogmas e preconceitos.

Fonte: Revista Reformador – Set/1998

segunda-feira, 23 de novembro de 2009

Educação para a Vida

Por Antônio Luís

Fomos educados para a morte.

Foi-nos incutido o medo de um dia encontrarmos o nada. De repente tudo deixaria de fazer sentido. Tudo quanto fizemos, tudo quanto construímos, as pessoas que amamos, aquelas que detestamos, tudo isso acabaria. Foi essa a noção de vida que nos foi dada, e claro, acreditamos, apesar de não fazer grande sentido, pois estes valores põem em causa o Amor preconizado por Jesus. Mas, à primeira vista, parece não haver outra solução que não acabar tudo abruptamente.

É uma cultura, são estilos de vida, que vêm dos nossos antepassados.

No entanto, Jesus, querendo nos consolar, disse: “Não se turve teu coração!”.

Que quis ele dizer com isso?

Teria sido uma simples expressão? – Não nos parece.

Uma profundidade, bem grande, tem essa advertência.

Há que parar para pensar um pouco. Às vezes também nos é exigido pensar!

Então não deixemos que se perturbe o nosso pensamento.

Fará sentido que tudo acabe?

- Uns preferem pensar que sim. É-lhes mais fácil, pois acham-se no direito de extravasar as suas emoções, atitudes, acabando, na maioria das vezes, por prejudicar os outros, pois afinal há que aproveitar a vida ao máximo mesmo usurpando quem está por perto.

- Nós espíritas, sabemos que não é assim.

Se assim fosse, Jesus ter-nos-ia enganado, prometendo a Terra como esperança de uma vida melhor.

A Doutrina Espírita assenta em 3 vertentes: Ciência, Filosofia e Moral.

Como ciência investiga os fenômenos espíritas dando-lhes credibilidade, demonstrando, dentre outras coisas, que a reencarnação é um fato e que assim vida após vida vamos reaparecendo neste globo, cada vez mais conhecedores dos grandes fenômenos da vida.

Graças a essa lei, hoje é-nos permitido o crescimento quer intelectual, moral e espiritual.

Somos hoje o somatório das nossas vidas pretéritas. Trazemos no nosso inconsciente, o conhecimento de que a vida não cessa. Não interessa se acreditamos ou não: sabemo-lo no nosso íntimo que continua.

Chegou o tempo de não deixarmos que a dúvida e o medo nos perturbem. Abramos os olhos, e mais que isso, abramos nosso coração.

A vida continua sim, não restam dúvidas, pois são os próprios espíritos (as almas que outrora animaram o Homem) que nos vêm confirmar isso mesmo, dizendo que não morreram e que se encontram tão vivos quanto nós.

Eis a imortalidade da alma, um dos princípios básicos da Doutrina Espírita.

Com estes conhecimentos estamos a ser educados para a vida, não havendo mais lugar para aquela ideia do vazio.

Formemos as crianças, incutindo-lhes os valores da esperança, pois elas serão os homens do amanhã, e assim a pouco e pouco, vamo-nos despojando das crenças e firmando o conhecimento na certeza do porvir.

Educação para a vida SIM!

quarta-feira, 18 de novembro de 2009

sábado, 7 de novembro de 2009

As Vidas Sucessivas

Por Léon Denis

A alma, depois de residir temporariamente no Espaço, renasce na condição humana, trazendo consigo a herança, boa ou má, do seu passado; renasce criancinha. Reaparece na cena terrestre para representar um novo ato do drama da sua vida, pagar as dívidas que contraiu, conquistar novas capacidades que lhe hão de facilitar a ascensão, acelerar a marcha para a frente.

A lei dos renascimentos explica e completa o princípio da imortalidade. A evolução do ser indica um plano e um fim. Esse fim, que é a perfeição, não pode realizar-se em uma existência só, por mais longa que seja. Devemos ver na pluralidade das vidas da alma a condição necessária de sua educação e de seus progressos. É à custa dos próprios esforços, de suas lutas, de seus sofrimentos, que ela se redime de seu estado de ignorância e de inferioridade e se eleva, de degrau a degrau, na Terra primeiramente, e, depois, através das inumeráveis estâncias do céu estrelado.

A reencarnação, afirmada pelas vozes de além-túmulo, é a única forma racional por que se pode admitir a reparação das faltas cometidas e a evolução gradual dos seres. Sem ela, não se vê sanção moral satisfatória e completa; não há possibilidade de conceber a existência de um Ser que governe o Universo com justiça.

Se admitirmos que o homem vive atualmente pela primeira e última vez neste mundo, que uma única existência terrestre é o quinhão de cada um de nós, a incoerência e a parcialidade, forçoso seria reconhecê-lo, presidem à repartição dos bens e dos males, das aptidões e das faculdades, das qualidades nativas e dos vícios originais.

Por que para uns a fortuna, a felicidade constante e para outros a miséria, a desgraça inevitável? Para estes a força, a saúde, a beleza; para aqueles a fraqueza, a doença, a fealdade? Por que a inteligência, o gênio, aqui; e, acolá, a imbecilidade? Como se encontram tantas qualidades morais admiráveis, a par de tantos vícios e defeitos? Por que há raças tão diversas? Umas inferiores a tal ponto que parecem confinar com a animalidade e outras favorecidas com todos os dons que lhes asseguram a supremacia? E as enfermidades inatas, a cegueira, a idiotia, as deformidades, todos os infortúnios que enchem os hospitais, os albergues noturnos, as casas de correção? A hereditariedade não explica tudo; na maior parte dos casos, estas aflições não podem ser consideradas como o resultado de causas atuais. Sucede o mesmo com os favores da sorte. Muitíssimas vezes, os justos parecem esmagados pelo peso da prova, ao passo que os egoístas e os maus prosperam!

Por que também as crianças mortas antes de nascer e as que são condenadas a sofrer desde o berço? Certas existências acabam em poucos anos, em poucos dias; outras duram quase um século! Donde vêm também os jovens-prodígios - músicos, pintores, poetas, todos aqueles que, desde a meninice, mostram disposições extraordinárias para as artes ou para as ciências, ao passo que tantos outros ficam na mediocridade toda a vida, apesar de um labor insano? E igualmente, donde vêm os instintos precoces, os sentimentos inatos de dignidade ou baixeza contrastando às vezes tão estranhamente com o meio em que se manifestam?

Se a vida individual começa somente com o nascimento terrestre, se, antes dele, nada existe para cada um de nós, debalde se procurarão explicar estas diversidades pungentes, estar tremendas anomalias e ainda menos poderemos conciliá-las com a existência de um poder sábio, previdente, eqüitativo. Todas as religiões, todos os sistemas filosóficos contemporâneos vieram esbarrar com este problema; nenhum o pôde resolver. Considerado sob seu ponto de vista, que é a unidade de existência para cada ser humano, o destino continua incompreensível, ensombra-se o plano do Universo, a evolução para, torna-se inexplicável o sofrimento. O homem, levado a crer na ação de forças cegas e fatais, na ausência de toda justiça distributiva, resvala insensivelmente para o ateísmo e o pessimismo. Ao contrário, tudo se explica, se torna claro com a doutrina das vidas sucessivas. A lei de justiça revela-se nas menores particularidades da existência. As desigualdades que nos chocam resultam das diferentes situações ocupadas pelas almas nos seus graus infinitos de evolução. O destino do ser não é mais do que o desenvolvimento, através das idades, da longa série de causas e efeitos gerados por seus atos.
Nada se perde; os efeitos do bem e do mal acumulam-se e germinam em nós até o momento favorável de desabrocharem. Às vezes, expandem-se com rapidez; outras, depois de longo lapso de tempo, transmitem-se, repercutem, de uma para outra existência, segundo a sua maturação é ativada ou retardada pelas influências ambientes; mas, nenhum desses efeitos pode desaparecer por si mesmo; só a reparação tem esse poder.

Cada um leva para a outra vida e traz ao nascer, a semente do passado. Essa semente há de espalhar seus frutos, conforme a sua natureza, ou para nossa felicidade ou para nossa desgraça, na nova vida que começa e até sobre as seguintes, se uma só existência não bastar para desfazer as conseqüências más de nossas vidas passadas. Ao mesmo tempo, os nossos atos cotidianos, fontes de novos efeitos, vêm juntar-se às causas antigas, atenuando-as ou agravando-as, e forma com elas um encadeamento de bens ou de males que, no seu conjunto, urdirão a teia do nosso destino.

Assim, a sanção moral, tão insuficiente, às vezes tão sem valor, quando é estudada sob o ponto de vista de uma vida única, reconhece-se absoluta e perfeita na sucessão de nossas existências. Há uma íntima correlação entre os nossos atos e o nosso destino. Sofremos em nós mesmos, em nosso ser interior e nos acontecimentos de nossa vida, a repercussão do nosso proceder. A nossa atividade, sob todas as suas formas, cria elementos bons ou maus, efeitos próximos ou remotos, que recaem sobre nós em chuvas, em tempestades ou em alegres claridades. O homem constrói o seu próprio futuro. Até agora, na sua incerteza, na sua ignorância, ele o construiu às apalpadelas e sofreu a sua sorte sem poder explicá-la. Não tardará o momento em que, mais bem instruído, penetrado pela majestade das leis superiores, compreenderá a beleza da vida, que reside no esforço corajoso, e dará à sua obra um impulso mais nobre e elevado.

Fonte: O Problema do Ser, do Destino e da Dor

segunda-feira, 5 de outubro de 2009

ESE - A Felicidade Não É Deste Mundo

Não sou feliz! A felicidade não foi feita para mim! Exclama geralmente o homem, em toda as posições sociais. Isto prova, meus caros filhos, melhor que todos os raciocínios possíveis, a verdade desta máxima do Eclesiastes: “A felicidade não é deste mundo”. Com efeito, nem a fortuna, nem o poder, nem mesmo a juventude em flor, são condições essenciais da felicidade. Digo mais: nem mesmo a reunião dessas três condições, tão cobiçadas, pois que ouvimos constantemente, no seio das classes privilegiadas, pessoas de todas as idades lamentarem amargamente a sua condição de existência.

Diante disso, é inconcebível que as classes trabalhadoras invejem com tanta cobiça a posição dos favorecidos da fortuna. Neste mundo, seja quem for, cada qual tem a sua parte de trabalho e de miséria, seu quinhão de sofrimento e desengano. Pelo que é fácil chegar-se à conclusão de que a Terra é um lugar de provas e de expiações.

Assim, pois, os que pregam que a Terra é a única morada do homem, e que somente nela, e numa única existência, lhe é permitido alcançar o mais elevado grau de felicidade que a sua natureza comporta, iludem-se e enganam aqueles que os ouvem. Basta lembrar que está demonstrado, por uma experiência multissecular, que este globo só excepcionalmente reúne as condições necessárias à felicidade completa do indivíduo.

Num sentido geral, pode afirmar-se que a felicidade é uma utopia, a cuja perseguição se lançam as gerações, sucessivamente, sem jamais a alcançarem. Porque, se o homem sábio é uma raridade neste mundo, o homem realmente feliz não se encontra com maior facilidade.

Aquilo em que consiste a felicidade terrena é de tal maneira efêmera para quem não se guiar pela sabedoria, que por um ano, um mês, uma semana de completa satisfação, todo o resto da existência se passa numa seqüência de amarguras e decepções. E notai, meus caros filhos que estou falando dos felizes da Terra, desses que são invejados pelas massas populares.

Conseqüentemente, se a morada terrena se destina a provas e expiações, é forçoso admitir que existem, além, moradas mais favorecidas, em que o Espírito do homem, ainda prisioneiro de um corpo material, desfruta em sua plenitude as alegrias inerentes à vida humana. Foi por isso que Deus semeou, no vosso turbilhão, esses belos planetas superiores para os quais os vossos esforços e as vossas tendências vos farão um dia gravitar, quando estiverdes suficientemente purificados e aperfeiçoados.

Não obstante, não se deduza das minhas palavras que a Terra esteja sempre destinada a servir de penitenciária. Não, por certo! Porque, do progresso realizado podeis facilmente deduzir o que será o progresso futuro, e das melhoras sociais já conquistadas, as novas e mais fecundas melhoras que virão. Essa é a tarefa imensa que deve ser realizada pela nova doutrina que os Espíritos vos revelaram.

Assim, pois, meus queridos filhos, que uma santa emulação vos anime, e que cada um dentre vós se despoje energicamente do homem velho. Entregai vos inteiramente à vulgarização desse Espiritismo, que já deu início à vossa própria regeneração. É um dever fazer vossos irmãos participarem dos raios dessa luz sagrada. À obra, portanto, meus caros filhos! Que nesta reunião solene, todos os vossos corações se voltem para esse alvo grandioso, de preparar para as futuras gerações um mundo em que felicidade não seja mais uma palavra vã.

FRANÇOIS-NICOLAS-MADELAINE
Cardeal Morlot, Paris, 1863

Fonte: KARDEC, Allan. O Evangelho Segundo o Espiritismo. Tradução de José Herculano Pires.

quarta-feira, 29 de julho de 2009

Um pintor cego. Dá para explicar?

por Milton R. Medran Moreira*

Os gênios também divergem. Discípulos dissentem de seus mestres. Foi o que aconteceu entre Platão e Aristóteles e suas respectivas teorias do conhecimento. Platão defendia a tese das ideias inatas. Para ele, a alma, e só ela, era detentora do conhecimento. Seu mais famoso discípulo discordou. Aristóteles cunhou a frase que aprendi nos velhos tempos de latim: “Nihil est in intelelectu quod non prius fuerit in sensu” (nada está no intelecto que não tenha primeiro passado pelos sentidos). Ou seja: é pela visão, pelo tato, pelos sentidos corporais, enfim, que adquirimos o conhecimento. Sem experienciar, nada aprendemos. Diferente de seu mestre para quem “aprender é recordar”, ou seja, é acessar o imenso universo das ideias que deixamos lá fora da caverna, onde estamos acorrentados e permaneceremos enquanto nossa alma não se libertar do corpo.

Estou recorrendo aos dois gênios da Grécia Antiga para tentar desvendar um mistério de nossos dias. Na Turquia, não muito distante, pois, da pátria onde se deu esse embate intelectual, um homem chamado Esref Armagan encanta e confunde o mundo. Encanta porque pinta maravilhosamente bem. Uma pintura leve, cheia de cores, de gramados muito verdes, de casinhas multicoloridas com vasos de flores nas janelas e passarinhos pousando nelas. Confunde porque esse homem nasceu cego. Nunca enxergou. Sua relação com tudo o que o rodeia dá-se preferentemente pelo tato. Para pintar seus quadros toca nas flores, nas plantas, nas pessoas e, depois, reproduze-as com os acréscimos que sua alma de artista é capaz de criar.

De sua alma, eu falei? Bem, aí é que a coisa pega. O mundo pós-moderno está muito mais para aristotélico do que platônico. A alma dos filósofos idealistas, que foram tantos e tão ricos e que se derramaram também pela modernidade, já não conta para a ciência dos neurônios e dos bits. Juntos, estes se apresentam como capazes de explicar todas as maravilhas dos homens e das máquinas. A neurociência localiza no cérebro a sede e a causa de cada emoção, de cada gesto e comportamento, do bem e do mal. E nessa ditadura neuronial não sobra lugar para a alma. Esta, antes liberta no vasto mundo das ideias, agora é propriedade exclusiva das religiões. Prisioneira do dogma, foi encerrada no quarto escuro do mistério.

Platão não teria dúvida. O pintor que nasceu sem os olhos nem sempre teria sido cego. Sua alma, viajora do tempo, antes de aprisionar-se ao corpo, percebera e retivera as imagens que hoje pinta mesmo sem as ver. Para os neurocientistas, no entanto, há um campo no cérebro onde se formam as imagens captadas pela visão. Quem não enxerga, como Esref, pode suprir isso com os outros sentidos, especialmente o tato, formando, naquela mesma área cerebral, as imagens que consegue reproduzir em tintas com seu pincel.

Só não consigo entender como Esref, sem ver, pinta o gramado de verde, as flores com suas cores originais, os telhados vermelhos com a neve branca. Ou melhor, consigo, sim. Para isso, preciso harmonizar as relações Platão/Aristóteles: sim, é a alma que conhece, como disse um. Sim, o conhecimento chega pelas percepções sensoriais, como afirmou outro. A síntese dessas duas afirmativas, à primeira vista antagônicas, se dá pela lei das vidas sucessivas e pelas reminiscências que delas guarda a alma ou espírito. Uma lei em tudo racional, capaz de interpretar o fenômeno Esref. Mas para aceitá-la será preciso enfrentar dois dogmas da pós-modernidade: o de que a alma não existe, e o de que se, vá lá, possa existir, é coisa que deve ser aprisionada no quarto escuro do mistério e da fé.

* Milton R. Medran Moreira é Jornalista e membro correspondente da Associação de Estudos e Pesquisas Espíritas de João Pessoa.

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